viernes, 29 de noviembre de 2019

Amores alucinantes

(prejuicios, vanidades y paraderos de bus)

Fui a tomar su mano,

pero la retiró de tajo,
como un movimiento reflejo,
como una señal de repudio inconsciente,
como cuando nos pasa corriente,
como cuando tomamos algo de la estufa,
algo mientras esta está prendida.

Lo miré extrañada,

con leve desconfianza,
con la sensación de temor,
de duda, de amenaza;
lo paré.

Pausé, respiré, la miré;
la admiré como siempre,
con todos mis sentidos,
sentidos limitados
para tanta belleza;
pero razoné,
reconocí que estaba ansioso,
que estaba apresurado.

No puedo negarlo,
le sonreí,
le correspondí tal vez,
una sonrisa, una mirada;
le di la hora,
validé su ansiedad,
esa de no saber qué hacer.

Quise razonar,
le dije: perdón,
creo que debemos tomarnos un tiempo,
es lo más sano para los dos,
es propio de las relaciones maduras.

No pude dejar de observarle,
sus cejas despeinadas,
y una ansiedad resistente,
que se ponía de manifiesto,
en ese párpado tembloroso.

Vendrán días más duros,
le dije;
(me dije a mi mismo,
los más duros serán,
los que tendré que asumir).

Me estaba impacientando,
esta seguridad tan abstracta;
esa resolución para hacer el ridículo,
para llamar mi atención,
para asediarme,
para poder ganar mi atención.

Sentía el pecho agitar,
me sudaba la mano izquierda;
me estaba faltando el aire,
las palabras,
las ideas;
me faltaban cuentos,
historias,
me faltaban un par de letras,
unas organizadas,
para revelar todo mi amor, 
para rebelar todo mi amor.

Estaba a punto de abordar mi bus,
no aguanté más,
tuve que detenerle,
de pedirle que parara,
que sus esfuerzos eran inútiles,
que por el ridículo,
más sería la distancia para llegar a mi.

Estaba decidido,
la quería abrazar,
hacerla mía,
para siempre,
sin condiciones;
pero esa persona al lado me distraía,
a punto de concretar mi amor,
se acerca aquella desconocida,
simple, de la nada, soberbia.

Cuando intenté acercarme,
me di cuenta que estaba hablando para sí,
solo,
conectado con lo que estuviera viendo,
su realidad era otra,
el espejismo era yo,
me ruboricé,
acepto mi hipocresía,
y derrotada confianza.

Una vez se retiró la intrusa,
quedamos solos;
para mi desgracia me dormí.
Cuando desperté no estaba ella,
ni la calle,
ni el ruido,
ni las personas,
ni yo,
ni el que me lee (con su voz en off).

Arnold el Elefante (con sabor de boca a nada)






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